Bicentenario del ludismo. ¡Feliz cumpleaños, King Ludd!

Bajo el claroscuro de una luna menguante, tres bandas de hombres hoscos, con rostros ennegrecidos por cenizas, atraviesan los bosques y valles del centro de Yorkshire, uno de los primeros condados de Inglaterra en industrializarse.

Sigilosamente, los tres grupos, que venían viajando desde diferentes villas, recorrieron caminos que habían atravesado desde la infancia, y se reunieron en un claro, cerca de su objetivo. Aunque pasaron bordeando algunas cabañas, ningún perro los delató.

Esa noche, los aldeanos de los alrededores trajeron a sus animales. Rápidamente se contaron para asegurarse que eran numerosos, más de cien, y que podrían cumplir su misión rápida y cabalmente, y así se pusieron en marcha, como una falange sólida, intensa.

Bajaron unos metros más desde el prado hasta el río, y al cruzarlo se encontraron frente a una estructura de ladrillos rojos - su objetivo: una fábrica textil, recientemente construida, con telares mecánicos.

El cerrojo que aseguraba la puerta se abrió con el certero golpe de un mazo Enoch, enormes martillos que portaban media docena de hombres, y que recibía su nombre del herrero que los fabricaba. Unos golpes más en la entrada de la fábrica, y ya estaban dentro.

Cada uno conocía su tarea, y así se dispersaron rápidamente por los tres pisos de la fábrica. Los enormes y pesados mazos hicieron la destrucción más eficaz, pero las picas, hachas y martillos contribuyeron a acabar con el molino.

Los hombres apenas podían contener su alegría por la tarea cumplida, pero permanecieron en silencio mientras realizaban, metódica y eficientemente, su tarea. Las máquinas de madera y metal eran destrozadas con golpes sorprendentemente sigilosos. Nadie vivía cerca, pero aunque el chasquido de la madera y el crujido del metal fueran oídos esa noche por alguien que no podía dormir, sabían que debían darse la vuelta y olvidar que habían escuchado algo.

El dueño del molino vivía en una espléndida y arbolada finca, a más de un kilómetro de distancia. No se enteraría de nada hasta el amanecer, y serían malas noticias. En unos minutos, pues no necesitaban más, los artesanos orgullosos dejaban la fábrica hecha pedazos. Rápidamente se fueron de vuelta a sus casas para estar en la cama para cuando les despertaran las infelices autoridades en busca de los responsables.

Estos destructores de máquinas, todos tejedores textiles, eran los seguidores decimonónicos de King Ludd, su mítico líder. El 2011 cumplieron 200 años.

Los luditas luchaban contra la imposición de nuevas tecnologías. Las nuevas máquinas de tejer, y sus productos de mala calidad, eran una afrenta a sus estándares artesanales. Y, más importante aun, las tareas de cuidado de las máquinas demandaban poca calificación. Como efecto de las nuevas tecnologías, las familias y los aldeanos colapsaban en una espiral de degradación.

La descripción anterior es ficción informada: no existe registro escrito de las aventuras nocturnas de los luditas. El único relato de sus destructivas hazañas publicado por un participante procede de un aldeano anciano y de sus memorias de cuando era un niño, cincuenta años antes.

Charlotte Brontë, en su novela Shirley, ficcionó la derrota más catastrófica de los luditas, cuando fueron emboscados en un molino, dos demoledores fueron asesinados, y media docena sufrió heridas de bala.

Los luditas irrumpieron como flores silvestres en las praderas del norte de Inglaterra, en Yorkshire, Lacanshire y Nottinghamshire, en la primavera de 1811. Pero a diferencia de las flores, duraron 18 intensos meses. Estos hombres, y solo hombres, tomaron parte en la destrucción de máquinas, siendo los actores anónimos de la historia celebrada por historiadores como E. P. Thompson y Howard Zinn en el pasado, y, más recientemente, Peter Linebaugh y David Roediger.

Antes de destruir las máquinas, los tejedores y otros comerciantes buscadon reparar sus agravios con el rey y el parlamento. Pero sus alegatos fueron ignorados, por lo que optaron por una vía más efectiva: la acción directa. En el área de tres condados, miles de máquinas fueron destruidas y la marcha del progreso capitalista temporalmente detenida, pero, finalmente, con un gran sacrificio para los luditas.

Seis meses después de que comenzara la campaña de estos tejedores, 12 mil soldados británicos fueron acuartelados en los tres condados - una tropa más numerosa que la que luchó contra Napoleón en España en la misma época - para garantizar que la producción fabril continuase sin interrupción.

La ocupación militar de las aldeas "pasó factura" con patrullaje militar a diario para acosar y coartar las asambleas. Sin embargo, el carácter popular de esta lucha, en la que los artesanos se conocían entre sí y toda la comunidad respaldaba sus acciones manteniendo completo silencio, previnieron las infiltraciones y los arrestos.

El gobierno central de Londres lanzó su artillería legislativa contra la población aprobando la ley del parlamento Frame Breaking Act y la Malicius Damage Act, ambas en 1812, decretando la destrucción de máquinas como un delito capital, que se siguió de un año de una campaña de emboscadas, torturas y asesinatos judiciales, para derrotar a los tejedores.

Diecisiete hombres fueron ejecutados tras un juicio celebrado en 1813 en York, muchos más fueron encarcelados, y cientos fueron transportados a Australia. La sangrienta represión acabó con el movimiento en el norte de Inglaterra. Sin embargo, unos años después, siguiendo el ejemplo de estos tejedores, trabajadores de la agricultura del sur de Inglaterra comenzaron a destruir las trilladoras recién introducidas. Junto con el destrozo, los agricultores adoptaron la burla ludita contra el poder creando su propio héroe mítico: el Capitán Swing.

Dada esta historia rebelde, es lamentable que la historia ludita se haya interpretado incorrectamente. Los luditas no eran reaccionarios que se oponían ingenuamente a la tecnología, en una supuesta huida de la historia y del progreso.

No sorprende que esta interpretación espuria surgiera como reacción al imperativo tecnológico que dominaba en Estados Unidos a mediados del siglo XX: la automarización desplegó en la década de 1950, desplazando a miles de trabajadores; la ingeniería secuestró la imaginación popular en la década de 1960, con la carrera por la exploración espacial contra la Unión Soviética; y en la década de 1970, la investigación petroquímica se apoderó de los inversores de Wall Street como una pasión.

El lado oscuro de este entusiasmo tecnológico -desempleo, contaminación, fondos federales mal distribuidos- junto con el creciente temor a una guerra nuclear, cubrieron con un pesado manto cualquier idea de un futuro mejor. El consiguiente presentimiento universal generó entre algunos hostilidad a toda tecnología.

En este hervidero de ansiedad, los luditas fueron resucitados de su oscuridad histórica para servir como los emblemáticos rebeldes contra toda tecnología, por escritores como Kirkpatrick Sale en su libro Rebels Against the Future, de 1995. El neoludismo surgió como consecuencia del miedo a un futuro tecnológico que algunos imaginaron erróneamente que tenía precedentes históricos exactos.

De cualquier modo, los tejedores no tomaron sus mazos para atacar ciegamente a la tecnología. Algunas máquinas, inocentes de la acusación de "bandidaje capitalista", se salvaron, y otras se adaptaron para su uso en casas de campo y pequeños talleres.

Sus martillos, herramientas en sí mismas, se alzaron no sólo para destrozar el nuevo mundo que tomaba forma a su alrededor, sino también para remodelarlo. La tecnología en sí no era su objetivo. Su objetivo era la intención tras la introducción de dicha tecnología. En contraste con la avaricia de los capitalistas, los tejedores intentaron reafirmar su "comunalidad" ("commonality"), que era como llamaban a su coherencia y solidaridad social, como la fuerza para una nueva sociedad que incorporaría avances mecánicos como herramientas para el beneficio común.

Los obreros textiles calificados no tenían ilusiones como recuperar el ritmo de vida de sus abuelos - una legendaria Edad de Oro de capitalismo de pequeña escala. A lo largo de los siglos, la vida industrial artesanal no fue idílica. La era anterior pudo haber sido más humana (aunque trabajaba toda la familia, trabajaban junt@s), pero solo unos pocos maestros artesanos tenían real control sobre la producción. Los tejedores y otros trabajadores textiles tenían poca influencia, ya que dependían de contratos con comerciantes. El trabajo era penoso en estas casas de campo.

¿Cuál fue la trayectoria de la insurrección ludita, tan devastadoramente truncada? ¿Qué relevancia, más allá del simbolismo, tiene para nosotr@s?

A primera vista, parece dudoso que nos sirvan de lección. Después de todo, la tecnología dicta nuestras decisiones cotidianas de un modo que los luditas considerarían una pesadilla. Nosotros, como los tejedores de hace doscientos años, nos enfrentamos a una lucha épica para transformar la tecnología al servicio de nuestras necesidades.

Para profundizar un poco más, podría decirse que, a diferencia de muchos de nosotros, los luditas tenían una paleta de experiencias sociales significativas más amplia que la nuestra a la que recurrir. La rica continuidad oral que define a las sociedades tradicionales era suya. La vida en las aldeas preindustriaes mantenía prácticas comunales, rituales y festivales que traían consigo canciones, bailes, y locuras de todo tipo.

Es este complejo social que los obreros llevaban consigo como herencia lo que ellos denominaban su "comunalidad", y que sirvió de base para su resistencia a los ataques de los capitalistas.

Lo que apareció en su horizonte fue una bestia que no percibían claramente, pero que intuían que era a la vez muy poderosa y maligna. Los viejos pactos con el rey que por más de un siglo habían protegido a sus ancestros, de forma limitada, de la expansión capitalista de la producción mecanizada, ahora eran polvo, y no habría nuevos pactos. Quedaban a merced de la naciente burguesía, que ya no estaba limitada por restricciones tradicionales en su búsqueda de riqueza y poder, quienes, consecuentemente, se despojaron rápidamente de un centro moral.

¿No les suena familiar? Como los luditas, también estamos ante el precipicio de un futuro ominoso de tecnología fuera de control, en un sentido preciso de la frase. Dos ejemplos serán suficientes: la biología sintética, de los biocombustibles hasta los alimentos transgénicos, y la nanoingeniería.

Y, como los luditas, estamos tomando conciencia de que nos enfrentamos a una transformación trascendental en todos los niveles de la existencia. Para nosotros, la eco-catástrofe a la que nos enfrentamos es obviamente mayor, pero no podemos descartar que la vida en las aldeas - el entorno de los tejedores - se viera amenazada, por un lado, por la agricultura industrializada y, por otro, por la fábrica industrializada.

A la hora de enfrentar nuestras perspectivas de superación de los desafíos económicos, medioamientales y políticos, estamos en desventaja en comparación con los luditas. Ellos carecían de nuestros sofisticados recursos técnicos, pero poseían profundos lazos de confianza, forjados por generaciones de comunalismo, mientras que nosotr@s estamos atomizad@s, alienad@s y cerrad@s, temeros@s de todo encuentro.

Su derrota, probablemente anunciada, fue sin embargo una gran pérdida histórica. Si en un salto en el tiempo hubieran adaptado la nueva tecnología para recuperar la antigua vida aldeana sobre una nueva base de mayor libertad y ocio, creando así una sociedad verdaderamente humana, hoy no estaríamos encerrados por la lógica de la tecnología que acelera la adicción capitalista al crecimiento sin fin. En su lugar, podríamos vivir una vida basada en la realización social e individual.

Hay una ligera esperanza para nosotr@s, los modern@s, pues es verdad que las catástrofes tienden a romper viejos hábitos de aislamiento, y evocan espontáneamente la solidaridad, como una salida del éter. Sin embargo, aguardar por desastres celestiales no puede ser un consuelo. Es de esperar que los levantamientos prerrevolucionarios en el norte de África y Europa, y el movimiento Occupy en Estados Unidos, atenúen esta sombría valoración. La "política de las plazas" -la movilización de masas anteriormente apolíticas, los sistemas de apoyo rápidamente organizados para mantener la continuidad en plazas y espacios públicos, la meticulosa preocupación por la libertad de expresión y mucho más- no tiene precedentes históricos a esta escala mundial.

Estos acontecimientos deberían asegurarnos que luchar por una vida mejor, despertando a la confianza de su largo letargo, libera profundas reservas de deseo de reclamar y asegurar nuestra humanidad común.